Los salmos han sido para mi una fuente inagotable de consuelo, fortaleza e inspiración para adorar a Dios y vivir la fe cristiana con alegría. Suelo llevar un nuevo testamento de bolsillo con los salmos y los proverbios, y en el trayecto de regreso a casa, después de llevar a mis hijos a la escuela ó en cualquier oportunidad que tenga, aprovecho la soledad boscosa del camino, suelo leer algún salmo, y luego cantarlo.
Cantar los salmos me ha ayudado mucho para entender las implicaciones de cada frase divina que ha inspirado el santo Espíritu de Dios, ha sido en verdad algo felizmente bueno para mi alma que frecuentemente es quebrantada por estas lecturas y cánticos.
Uno de los salmos que disfruté en esa cotidianidad familiar a la que Dios me ha llamado, fue el salmo 38. De él, extraje una breve enseñanza devocional para compartir con algunos hermanos de la comunidad, pensé que era bueno que ellos pudieran escuchar lo que Dios me había dado por aquellos parajes. Así que les regalo esta meditación, basada en el pasaje antes mencionado.
Así veo el texto, el salmista está desarmado, es lo que rápidamente puedes notar en sus palabras. El ruega a Yavé que no le castigue en Su furor, ni le reprenda en Su ira. Son las súplicas de aquel que se sabe indefenso y culpable, y que pide clemencia, al menos que no sea tan severamente escarmentado.
El salmo 38 rápidamente deja ver que el rey David está profundamente afligido y siente sobre él la amenaza de sus perseguidores y enemigos. ¿Cómo te sentirías tu, si supieras que hay enemigos frontales, y otros ocultos esperando que caigas? , ¿Has pensado alguna vez algo así?: “oh Señor, no me dejes caer, que no se burlen ellos de mi, que no se rían ni se alegren de mi cuando mi pies se resbalen” Cuando lei estas palabras del rey, pensé en cuantas veces yo mismo he temido caer, y entre esos temores y dolores, está ese sentimiento de “ellos se burlarán de mi”.
Así que no era yo el único que alguna vez había pensado en eso, fueron las palabras del rey: “Tan sólo pido que no se rían de mí, que no canten victoria cuando yo caiga.” (v16/DHH) No voy a juzgar si era o no correcto preocuparse por esto, sin embargo, ¿quién quiere que sus enemigos hagan escarnio por esos fracasos? Los enemigos son crueles, y afligen nuestras almas, y esto sin misericordia.
Podemos mostrar una cara de triunfo y de que todo anda bien, pero es posible que como David, pensemos en lo profundo de nuestro corazón lo mismo que salió del alma del salmista: “En verdad, estoy a punto de caer; mis dolores no me dejan ni un momento.” (v17/DHH) No puedo imaginar estas palabras dichas con frialdad. Imagino al rey David llorando, como un niño indefenso en la presencia de Su Padre. Es el lloro de aquel que confía de manera indiscutible, es el lloro del que cree, es el lloro de un alma quebrada que se sabe indefensa. Además, recordemos las primeras palabras del rey: “no me reprendas” lo que indica que había en medio de todo esto una disciplina dolorosa, pero amorosa de parte del Señor.
A este punto, en medio de la bruma y el frío de la montaña, recordaba cuántas veces había sentido lo mismo que su majestad, el rey David, una calidez deliciosa entró en mi alma, el Espíritu Santo empezó a trabajar en mi por medio la santísima Palabra de Dios. Yo también alguna vez he sido culpable de aparentar que todo está bien, pero la verdad es que tantas veces he estado a punto de caer. Mis enemigos quizá nunca lo han sabido, ni aún mis amigos, pero he estado a punto de caer tantas veces, esos dolores aumentan además con el hecho de que algunos malvados esperan con morbo a que eso suceda.
De pronto me encontraba en la siguiente línea del salmo 38, y recibí una tremenda luz sobre algo que siempre ha estado allí, pero que hoy más que nunca procuro con ardor, y de la misma forma animo a mis hermanos a seguir este camino a la santidad. Allí estaba el salmista, afligido por su miseria, amenazado por causa de sus adversarios que buscaban su vida, y que procuraban y esperaban su caída para burlarse de él, y suelta esta frase maravillosa: “Por tanto, confesaré mi maldad, y me contristaré por mi pecado.” (18/RV60) ¡es como si se hubiere rendido finalmente después de un largo tiempo de angustia!
Eso fue lo que hizo el rey, cuando estaba amenazado por sus antagonistas, cuando temía al escarnio y a la burla de sus detractores, cuando se encontraba en una situación de tristeza y angustia y cuando aumentaban las fuerzas de quienes querían quitarle la vida: “Confesión, y Contrición”. Tan sencillo como eso. Una sencillez maravillosa, un llamado a una vida santa.
Nunca somos tan felices, como cuando estamos conscientes de nuestros propios pecados, y quebrados, suplicamos a Dios que nos perdone y tenga piedad de nosotros. Las lágrimas de arrepentimiento son como un segundo bautismo. Dios nos llama primeramente a la confesión de nuestras maldades, y a las lágrimas por nuestros pecados. Un corazón que confiesa, un alma contrita delante de la Majestad del Creador es algo precioso, es la verdadera libertad del creyente que sigue las pisadas de Su Amado Salvador.
Si deseas tener paz en tu alma, una paz que sobrepasa toda comprensión humana, debes venir al Dios Trino confesando todas tus maldades, y mostrando por cierto una profunda tristeza por tus pecados. Este es un llamado a las lágrimas genuinas, a las lágrimas que lavan la suciedad del corazón. ¡Que alegría que nuestro Señor Jesucristo no vino a buscar a justos, sino a pecadores, no vino por sanos, sino por los enfermos!
Fares Palacios
Pastor. Teólogo protestante conservador.